Acto I – Escena tercera

1-3

¡Ahí va! Caramba… ¡He visto la cola de un
ángel! Sí, sí, no ha podido ser otra cosa: todo un
acontecimiento, pues uno no se tropieza con esto
cada día… Digo yo que habrá que hacer algo,
avisarlo a alguien, moverse… ¡un ángel! Bueno,
su cola, ¡la cola de un ángel! No es poca cosa
¿verdad? Siempre se oye hablar de apariciones, de
sucesos extraordinarios, y ahora esto… ¡y la he
avistado yo!

Ha sido en el preciso instante que mi mirada al
abarcar la habitación desde la puerta ha coincidido
con la ventana. Por ella he divisado como el ángel
ha cruzado la embocadura de la avenida hacia
abajo, en una ligera diagonal. Pero ha pasado
como una exhalación. En una milésima de
segundo todo ha quedado iluminado. No con ese
esplendor de sábana recién lavada y tendida al sol,
sino con la de un rayo. Claro, porque -aunque
parezca lo contrario- los ángeles no son blancos,
signo inequívoco de la reflexión lumínica en lo
material. Ellos mismos deben irradiar resplandor,
¿no? Por eso he pensado que ese momento
infinitesimal de centelleo fulgurante, detrás de la
ventana, ha debido ser un ángel al que sólo he
alcanzado a verle su cola…

¡Son tan rápidos!…

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