Acto I – Escena segunda

1-2

Miro por la ventana… aún hacen el alféizar con
anchura suficiente para apoyarse… la cabeza
reclinada sobre el brazo… me acompaña el vibrar
de los herrajes, hojas y montantes animados por el
trasiego de los camiones… ¡ah!… los recuerdos de
mis paseos por las calles de la ciudad: aceras de
bordillos altísimos, por donde pasan esos vehículos
a toda máquina -¡y qué dimensiones!- pintados en
gris o en colores chillones. De vez en cuando
producen gran estrépito, rozan las paredes de los
edificios, o se llevan por delante a algún infeliz no
avisado que intenta salir de su casa. Mientras, se
desprenden trozos del canto de las aceras -ganan
en pulimento- y se precipitan en forma de granizo
sobre los transeúntes que caminan allá abajo, como
pueden, por el centro de la profunda calzada.

También pasan con frecuencia por esas mismas
aceras los autobuses -velocidad y potencia-
cargados de condenados. Viajan a un fin de nadie
conocido; desgraciados. Dentro chillan y hacen
aspavientos, pegados a los vidrios, a la espera de
que por casualidad pueda llegarles alguna vez
ayuda del exterior. Pero no se les puede ver bien,
pasan demasiado deprisa y los cristales están muy
empañados. Me parece escuchar como se aleja
hacia las afueras su inútil griterío.

Miro por la ventana… y sólo veo un sucio
muro ciego…

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