Acto II – Escena primera

2-1

Fascinación, enigma… Me despierto de un sueño
con ciertos hombres dorados; al salir de casa aún
lo recuerdo. La calle se encuentra vacía: era de
esperar, pues a estas horas del domingo la gente
aún permanece en sus hogares. Llevo las llaves del
coche en la mano; su tintineo penetra en el
silencio del amanecer. Por la otra acera pasa
un matrimonio de ancianos decrépitos. Avanzan
cogidos entre sí, tambaleantes, con lentitud, y bajo
el tembloroso brazo aferran un montón de
periódicos caducos. El porte andrajoso no disimula
su pobreza.

La urbe permanece desierta. Calma, soledad. Un
hombre de mediana edad da la vuelta a la esquina:
sin peinar, barba de varios días, americana raída,
pantalones de un tono dudoso. En los zapatos ya ni
me fijo. Mira a su alrededor, con movimientos
rápidos, en busca de algo aprovechable. Las manos
sujetan una bolsa llena de variopinta basura.

La tranquilidad de la mañana dominical parece
eterna, relajante. Quietud… tanto que el aire casi se
puede respirar. Ya dentro del coche, destartalado por
su veteranía, sigo por estos altos barrios: en esta parte
de la ciudad sólo habita gente elegante. Por fin veo
otra persona. Se esfuerza por bajar de la acera para
cruzar. Es una vieja muy encorbada. Va enfundada en
un deslucido abrigo ceniciento: penuria y suciedad.
Al final de sus torcidas piernas calza unas reventadas
zapatillas de hace 40 años. Un cesto de plástico medio
roto es todo lo que puede arratrar.

Pero, ¿por qué toda la ciudad se ha empobrecido
de pronto y se ha despertado en la más absoluta
miseria? ¿Será que por fin nos hemos encontrado
a nosotros mismos?

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