Acto I – Escena primera

 

Fue un día que siempre recordaré, pero caído
ahora en el olvido de lo indefinido. Ya no puedo
fijarlo con precisión, aunque sé que sucedió.

De viaje. El atardecer se alarga hasta su infinitud;
suele ocurrir así en los largos recorridos. En-
tonces la descubrí. Ahí estaba… Y yo no era el
único que la percibía. Un número desconocido de
caras anónimas también se giraba en su busca.
Rumores de admiración y sorpresa se pro-
pagaban por el vagón. ¿Alguna vez habíamos
observado algo así? «En un mundo que no es
capaz de sorprendernos», ¿la volveríamos a ob-
servar de nuevo, en otra ocasión? Por el mo-
mento me empeñé en seguirla con la mirada fija:
el ritmo de la marcha continuaba su martilleo a
medida que los kilómetros se deslizaban por
debajo de nuestras ruedas. Alrededor, la misma
llanura. Monotonía. Aburrimiento. Al fin el
paisaje acabó por ocultarla. ¡Pero había estado
allí! Y mientras se vislumbraba había podido
considerar una idea: una grieta en el cielo. ¡Sí!
¡Había una grieta en el cielo! No era muy
grande. Con el pulgar extendido se podía tapar a
mi vista, y cuatro dedos eran suficientes para
medir su altura respecto del suelo. Una grieta
en el cielo… Su pequeñez la hacía más in-
teresante aún, y seguro que empezaba a ser
testigo del agrietamiento generalizado del cielo.

Aunque también se me ocurrió que quizás estaba
ya en proceso de cicatrización, pues, antes que
toda figura se confundiese en la misma sombra,
había desaparecido de mi campo visual. ¿Y
cómo sabía que era realmente una grieta en el
cielo? Sobre todo cuando el ocaso le había ro-
bado parte de su luminosidad: seguro que no era
esa la razón para enfadarse y dejarse rasgar así…
En el azul límpido, diáfano crepúsculo, -alguna
tímida nube alargada se atrevía a mostrarse en
colores más rosados de lo normal- destacaba un
fuego cegador que irrumpía a través de aquella
diminuta grieta celeste. Clavados los ojos en ella
se descubría lo que hay más allá, detrás de la
engañosa cúpula cambiante durante el día. Por
encima de esa bóveda que nos rodea y contiene
hay una nueva luz, nunca imaginable, cuya po-
tencia nos aturdiría. Pero es a la vez atractiva y
sólo se puede intuir en ocasiones como esta, a
través de una menuda grieta en el cielo.

No tardaron mucho en confundirse los reflejos
en la mente con los recuerdos en la lunas de las
ventanas: podía haber sido una grieta en el cielo.
Eso no dejaba de ser bello… ¡Mi grieta celeste!
De algo así hay que apropiarse cuanto antes.



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