Acto II – Escena tercera

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Aquella chiquilla ha bajado hace un rato a pasear
por la plaza. Cemento, hormigón. Entre ellos, ríos
de asfalto y metal. La dureza de la ciudad se
despliega: tonos plomizos. Los edificios se alzan
en todas direcciones, y protegen la lobreguez de las
calles. Polvo, humo. Sobre esto luce el azul.
Esplendidez, frescura. Un despejado cielo medite-
rráneo. De repente, ¡Oh, horror! Un sobresalto la
saca de sus juegos… ¡las odia!… más aún, le
repelen desde lo más íntimo de su ser. Si no puede
soportarlas ni de lejos cuanto más le resulta insu-
frible ver que uno de esos bichejos se acerca
a su cara: una torcida mueca de asco, mientras
lanza un gritito exasperado, corre y palmotea al aire
para conseguir zafarse de ella.

Animalillos de vivo cromatismo, entre alegres
revoloteos. Hojas que caen del mismo sol, en un
divertido vaivén. Joyas llenas de luz, suspendidas
en su ingravidez. Primor, levedad. Las alas se
delinean con la precisión de un relojero. Encanto,
ligereza. Rojos y amarillos intensos, junto a otras
combinaciones de matices increíbles que completan
la composición. ¡Qué arte! Un gran esfuerzo de la
naturaleza por destilar unas gotas de la más pura
belleza.

Pero, ¿cómo se atreve una mariposa a meterse en
la metrópoli? ¿Es qué acaso le gusta asustar a las
indefensas niñas urbanas y disfruta con ello?

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