2 – Administración de Lotería «Boira» (Barcelona)
Alberto T. Estévez
Administración de Lotería «Boira» (Barcelona)
1986-1987
En una calle estrecha pero de bastante circulación, en la parte alta barcelonesa, había que situar una administración de lotería. El local, rectangular y profundo, se abría a la calle a través de un enmarcado de molduras de piedra artificial.
Antes se alojaba en él una sastrería que tenía todo el techo pintado de negro, y conseguía hacerlo desaparecer al quedar las paredes de un blanco evidente. A ella se debía acceder bajando tres escalones desde el nivel de la acera.
Así se entró al proyecto de este establecimiento, por un lado con una carga emocional predispuesta a la radicalización de los resultados, y una agresividad de partida que se concentraría en la provocación del transeúnte. Provocación, con la vertiente funcional de llamar la embotada atención de la gente, que pasará tanto por la acera como en automóvil. Dos velocidades a las que atender, para que el público se dé cuenta de la existencia de esta venta de lotería.
Entonces llega el elemento más importante, a aplacar aquellas realidades íntimas, y las otras más prosaicas. Se trata de la puerta de entrada al recinto. Antes, hay que hacer notar que había una voluntad clara de facilitar al máximo el acceso desde la calle, para que la compra no requiriera ni el más mínimo esfuerzo. Para ello se levantó todo el suelo de la zona de ventas, desde su nivel primitivo, dejándolo a la misma cota que el exterior. Así sería esta tienda como un ensanchamiento de la misma acera, ya que además no haría falta ningún cerramiento estanco, por querer dejar toda la zona abierta. El vendedor queda protegido del clima al estar cerrado por el obligatorio vidrio antibala; y el comprador no necesita un especial ambiente de confort, pues la adquisición de números de lotería es una operación rápida, que se realiza con la misma ropa usada para ir por la calle. Con estas condiciones se diseña la gran puerta que quedará siempre abierta, en el periodo de venta. Concluido éste, quedará cerrada. Será como el sustitutivo de la persiana metálica arrollable corriente, sólo que detrás no necesitaría otro cerramiento.
Básicamente se trata de que se abra con un eje horizontal, paralelo a la fachada, y que permanezca colgada, sin dejar rastros de premarcos ni bisagras a sus costados, quedando éstos intocados y limpios. Es querer dejar claro como puede una puerta así convivir con unas molduras a su alrededor, de forma flotante y ligera, quedándose a pocos milímetros de ellas. La puerta cerrada será agresiva, para proteger su interior; queda inclinada, amenazando con caer encima de quien se acerque demasiado y aplastarle; muestra sus uñas como un tigre gigante. Al abrirla sus uñas se irán escondiendo y acabará convirtiéndose en una pacífica marquesina, que da una amable sombra tamizada sobre el umbral. A la vez la puerta abierta es una gigantesca flecha indicadora que se mete dentro, pues las cuatro dobles costillas que la estructuran, junto a las dos de los extremos, son triangulares hacia el interior. Aparecen aligeradas con perforaciones circulares en línea, y colgadas por cuatro perfiles también triangulares, pero que se doblan hacia fuera para salir como garras, haciendo una contraforma a las costillas triangulares. Estas se fijan entre sí por el tubo cilíndrico que contiene el eje dentro. El eje se desplaza algo hacia afuera dando la inclinación, y permitiendo sacarlo cuando sea preciso. La consistencia y cierre final las da la enorme plancha metálica, perforada con pequeños cuadrados, que se suelda exteriormente a las costillas triangulares. Todo queda contrapesado, siendo su apertura muy liviana, y soportada por una viga «T» atornillada a la jácena de hormigón superior.
La puerta dará el primer giro alrededor de una de las tres dimensiones espaciales. Otras piezas lo harán alrededor de sus perpendiculares: la mesa en eje ortogonal a la fachada, y los tubos en eje vertical. De alguna manera, se intenta así abarcar todo el espacio, atravesándolo virtualmente en sus tres dimensiones.
En el interior, el espacio en su sentido longitudinal, se va fragmentando en cinco subespacios menores con elementos muy débiles (malla metálica, jácena y pilares, vidrio, cortina de canutillos y tabique de madera) y éstas son, respectivamente, la zona pública, zona de venta, taquillas, oficina y trastienda, vestíbulo trasero. Sólo el techo, negro brillante, en recuerdo de la antigua sastrería, lo unifica todo. Y este color va a ser el determinante en todo el posterior desarrollo.
El negro va ir convirtiéndose en profundo, amable, agresivo, elegante, mudo o hablador, según los tonos que vaya adquiriendo. Y con esto logrará además controlar el color, pues sólo aparecerán tres puntos de color: amarillo, azul y rojo, en cada uno de los tres pasamonedas pedidos para las tres taquillas del programa. Son tres colores básicos que se hacen corresponder con las tres formas geométricas puras: círculo, triángulo y cuadrado. La relación hace encajar la forma y el color, adscritos a la divinidad (círculo y amarillo), a la tierra-materia (cuadrado y rojo), y a la pieza de unión entre ambas y lo aéreo (triángulo y azul). Fascinación entre lo esencial, lo sublime y simple. Y a cada una se le da también una de las tres dimensiones: representadas en los giros ya mencionados con los que se componen las tres piezas: el círculo de la mesa, el triángulo de la puerta, el cuadrado de los tubos.
Se intenta así introducir el macrocosmos en el microcosmos, introducir toda la historia y los conocimientos en un pequeño retal del mundo, un breve resumen en versión negra: muerte o nacimiento, pues nunca se sabrá si fue oscuridad del ocaso o del alba.
Y en toda esta atmosfera, casi como en un laboratorio, en un ambiente tan milimétricamente controlado, aparecen las últimas salpicaduras (o las primeras) vivas: unos puntos verdes diseminados, hojas vegetales sobre fondo negro-mate, que quedan petrificadas bajo ellas en pedazos de mármol verde. Y este final, o principio de vida (imposibilidad de conocer hacia que dirección corre el tiempo, por nuestra fugacidad terrena) queda señalado en aquel laboratorio con la marca, origen de coordenadas, cruce de ejes, un par de trazos blancos en el suelo por medio de tiras estrechas de mármol incrustado.
Tras pasar el subespacio que forma la plancha metálica de la puerta-marquesina, como un cielo raso más bajo, se entra en la zona pública. Es un espacio que tiene la pared izquierda negra-mate y la de la derecha muy rugosa, del mismo tono. Por el contrario todo queda reflejado en el techo y en el suelo que son negros brillantes. Éste último es un terrazo muy fino, continuo, con una levísima malla para evitar fisuraciones. Lleva mármoles blancos y verdes incrustados, como las cuatro «vías» por donde se desliza, algo inclinado (aumentando la tensión espacial), el mostrador. Es el elemento que centra la atención del conjunto. Con un tablero superior muy grueso y brillante, en el cual se embeben unas tiras de mármol negro (como surcos hechos con cuatro dedos gigantes), y las tres formas de colores de las taquillas.
La base es rugosa y mate, también con esos cuatro surcos brillantes de mármol. Queda bajo un elemento estructural de hormigón visto, jácena y pilares. Casi el único que se distingue en todo el ambiente negro. Funciona como un portal o soporte, algo que con toda su fuerza impide el colapso del espacio y su desaparición. Casi es ese elemento el que crea el espacio, al hincharlo desde dentro empujando paredes y techo. También esconde los focos que iluminan la zona de venta. De fondo cuelga una cortina blanca de canutillos que dan una textura muy atractiva. A la vez facilita el acceso, en cualquier punto, a las estanterías que oculta detrás y que pueden quedar, por lo tanto, en un comprensible desorden. La oficina, con la caja fuerte, tiene un pilar y una jácena que se despegan de la pared negra-mate, al puntearse con pintura blanca. Ese mismo punteo es el que cubre la pared contigua a la puerta de entrada, concentrándose en la parte superior para formar una frase pacifista de una canción, mensaje subliminal que hace entonar la música subconscientemente, y acompaúa a partir de entonces al cliente. Enfrente se halla la mesa de metacrilato volada desde unos perfiles semicirculares, levemente soportada por cuatro varillas curvas. Todo se va pintando en blanco y en negro, mate o brillante. Sobre ella cuatro bombillas, sin elemento de transición, en la pared rugosa, con esa curiosa sensación de poder roscar algo dentro de una pared, como si fuera una alcayata para soportar cuadros.
Debajo de la mesa aparece un agujero en el suelo del que sale luz, para recordar el antiguo nivel de la tienda. Encima de él un conglomerado de hojas verdes, rodeado de mármoles verdes. A un lado aparecía un bajante, que pedía imperiosamente ser disimulado. Así se le acompañó de otros dos tubos de distintos diámetros, todos pintados en blanco brillante. Nunca se sabrá que allí había un bajante auténtico, pues se les ha dotado de un pie «juguetón e ingenuo». El más grueso tiene un punteado negro, el más delgado unas líneas negras alargadas, y el otro unos cuadraditos también negros. La forma en que están dispuestos lleva hacia la puerta de entrada de las taquillas, y siguen dando peso -ocupando espacio- en la pared rugosa, que es la más metida hacia un lado, además de corresponderse con un leve giro del mostrador, respecto a la jácena.