Todo transcurre con normalidad. Es una noche
corriente, una más entre tantas. La identificación
con la cotidianidad es absoluta. Ando por el
pasillo -siempre largo- de un tren cualquiera. No
importa cual, ¡hay tanto como este! Tumbos entre
pared y pared… traqueteo de ruedas sobre vías, sin
cesar… luz mortecina en el sucederse de las
plataformas… hasta que estiro de una puerta
corredera -que poco finas van- y me meto en un
compartimento. Es un espacio reducido al mínimo,
en penumbra, flanqueado por literas de varios pisos
a ambos lados. ¡Caray! La estrechez es notable.
Mientras, en el aire se sucede sin interrupción la
cadencia del movimiento y sus sordos ecos.
Alzo la cabeza y, del modo más natural del mundo,
veo que se abren ante mis ojos una sucesión
vertical de centenares de camas, una encima de la
otra. Si es que hay algún techo, este no se atisba.
Entonces, desde arriba empiezan a llegar unos
susurros comparables a los quejidos de ramitas
secas cuando se chascan. Sonidos imbuidos de
cierta liviandad y júbilo.
Comienzo a subir con sosiego. En cada lecho hay
una tumba real con una enjoyada momia. Piel
cetrina, llena de arrugas, y entre el manojo de pelos
deshilachados asoma una eterna sonsira. Nada me
extraña ni me espanta. Sigo la ascensión cuando un
deslizamiento de la puerta advierte que alguien
entra allá abajo, y mira con otros ojos. Escalo más
rápido para terminar de sumergirme dentro de las
tinieblas que hay a este nivel. Así quedo oculto de
su curiosidad. Por fin encuentro una litera vacía
con joyas. Me adorno para tumba… rme!