Acto III – Escena primera

3-1

Resulta frecuente escuchar un «grito de guerra»
generalizado: ¡hay que estar en forma! Deporte,
deporte, deporte…

Corro por unos caminos de tierra, entre los pocos
pinos y arbustos de los montes que bordean la gran
ciudad y la separan de la población vecina. Por fin
llego al característico montículo de piedras que aún
suele haber en algunas cimas. Me encaramo por él
y me siento arriba del todo. Hasta ayer, durante
varios días, un fuerte viento ha limpiado la
atmósfera de contaminación. Ahora la vista que se
ofrece sobre la urbe es una maravilla. El mar al
fondo… una ligera brisa me refresca la cara… No
tarda en acercarse una familia -estamos en pleno
fin de semana- y su hijo pequeño empieza a trepar
también. Pronto llega a la altura de mi cara y sin
más dilación me pregunta: «¿Te aburres?» Los
niños suelen tutear al mundo… Tengo la
sensación de que hemos sintonizado de modo
perfecto, engranados el uno con el otro.

Y continúa: «Mi papá me ha dicho que suba por
aquí…» Lo dice con cierto deje de tristeza y
resignación, y parece así mantenerse ese estado de
exacto equilibrio que se ha alcanzado entre los dos
solos -allí arriba- infinitamente alejados de todo
y de todos.

De pronto una voz masculina tiene la insolencia de
romper la leve aura que nos envuelve: «No
molestes a ese señor…» Se ha roto el hechizo…
el chiquillo, sumiso, comienza el descenso. Me
quedo ido.

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